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La pandemia por COVID-19 ha puesto en valor —quizás más a nivel social que institucional— el trabajo de los fisioterapeutas con las personas con mayor riesgo, y en los pacientes hospitalizados por COVID-19. También tras el alta hospitalaria, en aquellos pacientes con secuelas derivadas del proceso infeccioso.

Sin embargo, esta no es la primera vez que la fisioterapia salta a las portadas de medios científicos, o de información general, en medio de una crisis sanitaria. La fisioterapia ha jugado un papel importante en otros momentos de nuestra historia reciente, «empujando» a la profesión hacia un desarrollo profesional y científico, aupados por el mayor reconocimiento. Este fue el caso de la Primera Guerra Mundial y los estragos que causó la poliomielitis, o en una intoxicación masiva nacional como la enfermedad de la colza.

Una madre atiende a su hijo afectado por el síndrome tóxico en Extremadura, en 1981. Paco Elvira ©.

El síndrome del aceite tóxico, el síndrome tóxico o la enfermedad de la colza. Tres nombres para un solo acontecimiento que tuvo su inicio en la primavera del año 1981, y que supuso la mayor intoxicación sufrida en España. La enfermedad llegó a afectar a más de 20.000 personas, causando la muerte de 5.000 personas según las asociaciones de afectados.

Los supervivientes del recorrido del «síndrome tóxico» en España lo hicieron con calambres y malformaciones, como Caridad Carretero. Ocho años después —en 1989— ya era ex empleada de limpieza cuando declaraba al diario El País que «no podía ni cargar con una botella de butano». Se asfixiaba y le dolía el cuerpo cuando subía por las escaleras, mientras su hijo de 17 años y su marido tenían calambres.

Antonio Augusto vivía en León y era camionero. En 1989 tenía 43 años y —tras la enfermedad de la colza— había sufrido dos embolias pulmonares, una trombosis cerebral, tenía afectado el hígado y las piernas hinchadas. Por las mañanas se levantaba y en lugar de agarrar el volante de su camión, como algunos años antes, cogía una carpeta y se iba a atender a los afectados de la asociación. La mayoría de los afectados eran de clase trabajadora, y muchos de ellos vivían en zonas del centro de España.

Hasta un año después de los primeros casos, las investigaciones no apuntaron a la que a la postre sería el origen de la enfermedad: el consumo de aceite de colza desnaturalizado con anilina. Este aceite —importado de Francia para uso industrial— fue distribuido por algunos aceiteros para el consumo humano, tras extraerle la anilina a alta temperatura. Este proceso daría lugar a la aparición de los tóxicos que causaron la peor intoxicación conocida en la historia de España. El aceite se vendió a la población en garrafas de plástico, de manera fraudulenta y a través de puestos de venta ambulante en diferentes lugares de España.

La enfermedad tenía un periodo de latencia de diez días y tres fases clínicas. La primera caracterizada por una fase aguda de neumonía atípica. La fase intermeda provocada tromboembolismo, hipertensión pulmonar, calambres y fuertes dolores musculares. Y la tercera, daños en el hígado, esclerodermia y neuropatías.

«Todavía no entiendo cómo han sido seres humanos quienes nos han hecho esto»

Caridad CarreteroAfectada por la enfermedad de la colza

¿Qué papel jugó la fisioterapia en la crisis de la colza?

Una carta al director enviada al periódico El País el 2 de marzo de 1982, titulada «Fisioterapeuta y no enfermera», ilustra la realidad del momento y las reivindicaciones reclamadas por los fisioterapeutas. No puedo por menos que transcribir literalmente un documento con un valor histórico muy importante para la profesión.

Al pie de una fotografía aparecida en ese diario del 21 de febrero, en el reportaje dedicado a la intoxicación por el aceite de colza desnaturalizado, se dice «Una enfermera ayuda a Beatriz en la realización de ejercicios que ayuden a sus debilitados músculos respiratorios». Concretamente deseamos aclarar a usted que la expresión errada de dicho texto se refiere a que el técnico asistencial que realiza los ejercicios de recuperación que se reflejan en la fotografía no es una enfermera, sino un/una fisioterapeuta. Esta enmienda o rectificación tal vez no hubiera sido realizada en este momento si ello no hubiera coincidido con el hecho de que, en fecha muy inmediata, el fisioterapeuta va a sonar en los medios de difusión.

Los fisioterapeutas de todo el país (parte de ellos por solidaridad con los de la zona Centro, más afectados por las secuelas del tóxico) estamos a punto de entrar en grave conflicto con la Administración, y no, precisamente, por reivindicaciones económicas.

El conflicto tiene su raíz —su vieja raíz— en el exceso de pacientes en tratamiento de recuperación (incrementado ahora por los afectados de la colza) y la negativa de la Administración (INSALUD) a abrir la plantilla de titulares especializados en recuperación (fisioterapeutas, concretamente), que evitaría la masificación de los tratamientos y con ella las inevitables deficiencias en su aplicación./ Presidente de la Asociación Nacional de Fisioterapeutas.

Carta al director: «Fisioterapeuta y no enfermera». El País, 2 de marzo de 1982.

La enfermedad de la colza y los grandes resultados de la actuación fisioterapéutica en la afectación neuromuscular, acabaron por poner en evidencia un modelo limitado. El artículo al que alude la carta aparece íntegro en el archivo de El País, «Los niños que cambiaron la bicicleta por una silla de ruedas», pero lamentablemente no dispone de la citada fotografía.

«El fisioterapeuta va a sonar en los medios de difusión» afirmaba la carta. Y lo hizo. Porque pese a desconocer el mecanismo exacto de la intoxicación, los buenos resultados de la fisioterapia eran significativos. Por ello, los afectados como M.C.P. —protagonista de estas impactantes reflexiones de 1991— seguían, diez años después, yendo al fisioterapeuta.

Cuando le afectó la enfermedad «era poco más que un esqueleto», relataba a El País. «Fui perdiendo peso hasta quedarme en 16 kilos. Algunos de mis familiares no me reconocían al verme. Yo era una cría, pero me daba cuenta de lo que pasaba alrededor. Mis piernas no me respondían como antes. Apenas podía moverme, aunque no llegué a estar en silla de ruedas. Los tres primeros meses estuve casi inmóvil en la cama. Cuando me levantaba para ir al servicio era con la ayuda de un auxiliar. No podía ducharme sola. La hora de comer era un calvario. Traían la comida, y cuando llegaba la hora de llevársela, yo aún no había empezado». Cuenta M.C.P. que «yo me recuerdo muy triste, sola, a mi corta edad. Ahora se puede decir que no tuve infancia».

«Emocionalmente me encuentro mejor». Y ya no le daba vergüenza ir a la piscina. Pero para M.C.P. era imposible olvidarse de la enfermedad de colza. Los calambres, dolores y la escasa musculatura —aún más en invierno que en verano— llamaban constantemente a su puerta. Pero intentaba convivir con ello: «no tengo cura. La indemnización solo podría aliviar. Si tuviera el dinero en la mano, podría pagar a un masajista que me ayudara cuando siento calambres», declaraba.

Hoy, cuarenta años después, «los olvidados de la colza» siguen luchando contra las secuelas físicas y la desmemoria de una tragedia, que los fisioterapeutas tampoco debemos olvidar.

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Agradecimientos a Raúl Ferrer por su tweet, que me incentivó a leer y aprender sobre el papel de la fisioterapia en la crisis de la enfermedad de la colza.

~ Septiembre 2015 (actualizado en abril 2023) © Hidalgo-Robles Á.